En un mundo en constante cambio, donde las fronteras parecen cada vez más permeables debido a la globalización, emerge una nueva y urgente realidad: el cambio climático. Este fenómeno, lejos de ser meramente ambiental, se ha convertido en un actor de pleno derecho en el tablero de las relaciones internacionales, otorgando un papel relevante a la denominada «diplomacia ambiental».
La diplomacia ambiental nace de la necesidad de abordar de manera colectiva y cooperativa problemas que, por su naturaleza global, superan las capacidades y competencias de los Estados de manera individual. El cambio climático, como desafío que no respeta fronteras, representa una amenaza de seguridad global que obliga a los actores internacionales a asumir responsabilidades y buscar soluciones comunes.
En este sentido, la diplomacia ambiental se manifiesta a través de conferencias, tratados, acuerdos y negociaciones internacionales en las que los países buscan compromisos para mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero y adaptarse a los efectos ya inevitables del cambio climático. Un ejemplo claro es el Acuerdo de París, adoptado en 2015, en el que 196 partes se comprometieron a limitar el calentamiento global a menos de 2 grados Celsius y esforzarse por limitarlo a 1.5 grados.
No obstante, este escenario diplomático no está exento de desafíos y conflictos. Las divergencias en los niveles de desarrollo y las capacidades de los países, las asimetrías en las responsabilidades históricas de las emisiones de gases de efecto invernadero y las diferentes vulnerabilidades a los impactos del cambio climático, generan tensiones y dificultan el logro de consensos.
Además, el cambio climático exacerba y se ve exacerbado por otras dinámicas internacionales, tales como los conflictos por recursos naturales, los flujos migratorios forzados, las desigualdades económicas y la seguridad alimentaria, entre otros. Esto significa que la diplomacia ambiental no puede ni debe aislarse de otras esferas de las relaciones internacionales.
Por tanto, frente a este escenario complejo, es imprescindible que la diplomacia ambiental siga evolucionando para enfrentar de manera eficaz el reto que supone el cambio climático. En este sentido, la inclusión y la justicia climática deben ser principios rectores en este proceso. Es fundamental asegurar que todas las voces sean escuchadas en las negociaciones internacionales, especialmente aquellas de los países y comunidades más vulnerables a los efectos del cambio climático. Asimismo, los países con mayores emisiones históricas y actuales deben asumir su responsabilidad y liderar la transición hacia un mundo con bajas emisiones de carbono.
Además, es necesario fomentar la cooperación en todos los niveles, desde la cooperación bilateral hasta la multilateral, pasando por la cooperación regional. Los acuerdos globales son fundamentales, pero también lo son los acuerdos a nivel regional, como el Acuerdo de Escazú en América Latina y el Caribe, y las iniciativas bilaterales de cooperación en tecnologías verdes y financiamiento climático.
Finalmente, la diplomacia ambiental debe ser un catalizador para la transformación hacia una economía baja en carbono y resiliente al clima. Las negociaciones internacionales no deben limitarse a la mitigación y adaptación, sino que también deben promover la transferencia de tecnología, la financiación del clima y la integración de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. En conclusión, en un mundo marcado por el cambio climático, la diplomacia ambiental es una herramienta fundamental para gestionar las relaciones internacionales. A pesar de los desafíos, ofrece una vía para la cooperación, el compromiso y la acción conjunta frente a uno de los mayores retos de nuestro tiempo.