Hubo un tiempo en que el poder de una civilización se medía por la visibilidad de su energía: los hornos encendidos de la industria, las chimeneas humeantes de las centrales térmicas, el destello de paneles solares extendiéndose por desiertos. Pero la próxima frontera energética no brilla, no gira ni emite humo. Zumba silenciosamente bajo el umbral de la percepción humana, esperando ser aprovechada por quienes estén dispuestos a liberarse de los límites de la intuición visual.
En la ingeniería de materiales de alto rendimiento, el objetivo principal ha sido durante mucho tiempo maximizar la relación resistencia-peso, amortiguar las vibraciones y garantizar la resiliencia mecánica a largo plazo. Sin embargo, ha surgido un nuevo mandato material: la funcionalidad a nivel subatómico.
La superconductividad, caracterizada por la ausencia total de resistencia eléctrica a temperaturas extremadamente bajas, fue detectada por primera vez en 1911 por el físico holandés Kamerling-Ohnes. Se ha convertido en una característica indispensable en diversas industrias y campos tecnológicos, entre ellos la informática cuántica y la energía.
El desarrollo de energía de fusión comercial requiere que los científicos comprendan procesos sostenibles que nunca antes habían existido en la Tierra. Pero, con tantas incógnitas, ¿cómo nos aseguramos de diseñar un dispositivo que pueda aprovechar con éxito la energía de fusión?